Cuando yo era niña mi abuela materna, lectora incansable de los textos sagrados y las vidas de santos, se inventaba historias para mantener entretenidas a las nietas que veraneaban con ella. No sólo se inventaba historias, sino que nos ponía a coser tiras de retales, con las que formábamos ovillos que luego ella tejía en su telar de donde salían las preciosas traperas. Así tenía controlada la imaginación desbordante de las mentes adolescentes en época de vacaciones, en el calor del verano cumbrero perfumado de salvia y de incienso salvaje. El ocio no existía como tal. Para ella el ocio era cambiar una actividad por otra igual de absorbente.
Una de esas tardes, bajo el nogal, nos habló de los círculos de la vida en los que tendríamos que movernos:
El primero era el Círculo de Oro. En este círculo sólo podía permanecer Dios y la persona. Nadie más podía entrar en él. Nadie perturbaría la intimidad con la divinidad.
El segundo círculo era el de Platino. Este estaba reservado a los esposos. Según su historia, nadie de fuera de la pareja podía entrar en él. Y no es que la pareja se tuviera que alejar egoístamente de los demás, sino que había un límite que las personas cercanas a ellos no debían traspasar.
En el tercer círculo, el de Plata, conviven padres, hijos, hermanos y demás familia.
El cuarto círculo es el de Acero. El de los amigos. El de los buenos amigos, o hermanos elegidos por nosotros que están siempre ahí cuando los necesitamos y para los que estamos cuando ellos nos necesitan.
El círculo de Cobre es el del resto de la gente con la que compartimos los espacios de nuestro entorno y la cotidianidad.
Asociaba los metales preciosos con el espesor da la sangre. Con lo más íntimo.
Según ella, todos los círculos tienen puertas que abren hacia fuera, así que el dueño del círculo puede siempre salir a encontrarse con los demás, mientras que los que estén fuera sólo pueden acceder a cualquier círculo por invitación expresa.
Decía que si controlamos los círculos de nuestra vida caminaríamos más seguras en este mundo. Sin olvidar que el amor debe fluir hacia fuera.
Y algo de razón tenía mi abuela.
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