De mi segundo libro,
Sombras en el paraíso.
LA TRILLA
Matías despertó sin sobresalto. Un leve sonido proveniente del comedor fue la causa del suave despertar. Prestó atención y pudo percibir el roce de la larga falda de su madre en los taburetes. No estaba lejos del aposento que él ocupaba en la espaciosa casa cueva, ubicada en medio de las tierras de la familia, en la cumbre de la isla. Pensó en el duro día que tenía por delante su progenitora, con una trilla que había estado organizando desde hacía más de dos semanas. Todos los familiares, amigos y conocidos, poseedores de caballos, habían sido avisados con bastante tiempo. También las mujeres de la familia y aquellas del lugar que, generalmente, ayudaban a doña Catalina en cualquier acontecimiento que requiriera de muchas manos para atender a tanta gente; tales como trillas, muertes de cochino o vendimias.
Su madre, según se levantaba, quemaba un par de ramas de romero y alhucema para purificar el aire de las cuevas después de abrir las puertas. Nadie podía sacarla de esta rutina que cumplía tan religiosamente como con su misa de seis de la mañana todos los domingos. No se la solía ver en misa Mayor, a menos que fuera una fiesta grande en el pueblo y que toda la familia fuera a la procesión. Matías la admiraba porque la veía consecuente con sus creencias. Era una mujer profundamente religiosa y austera en su forma de vivir. Quien no la conociera, nunca hubiera dicho, por su modesta apariencia, que era una de las mujeres más ricas de la comarca. También era una de las más caritativas. Ayudaba a los pobres sin que su mano izquierda se enterara de lo que hacía la derecha, y menos sus vecinos, como buena cristiana. Siempre había predicado con el ejemplo. Por eso su único hijo varón, ya en los cuarenta, sentía una punzada en el pecho, cada vez que le hablaba de matrimonio
Doña Catalina había enviudado cuando sólo contaba treinta y dos años. Su marido la había dejado con dos hijas y un hijo, el más pequeño: Matías. Las hermanas mayores vivían en Las Palmas, donde tenían sus propias familias. El varón se había quedado para ayudar a su madre a llevar las tierras y los ganados. Aunque tenían jornaleros y pastores, Matías y su madre no dejaban las fincas solas mucho tiempo; salvo por alguna visita a la capital, que fuera imprescindible. Tenían una casa en el límite norte de Vegueta, comprada por el abuelo y que su marido heredó. Había venido muy bien cuando los hijos empezaron a educarse. También resultaba muy cómoda para doña Catalina cuando, a lomos de caballos bajaba con sus hijos hasta Teror, para coger el coche de hora que los llevaría a Las Palmas; ya fuera para comprar el ajuar de alguna hija o para una visita al médico de algún miembro de la familia.
Matías no se levantaba hasta que su madre no entraba en su aposento tintineando la taza del café con la cucharilla, como si de una campanilla de sacristía se tratara. Era un juego que había comenzado cuando él era un adolescente y empezaba a tomar café. El sonido de la campanilla le advertía de que su madre se acercaba. Ella se levantaba antes de que la luz del día perfilara las montañas de La Cumbre. Cuando el sol teñía de rosa las crestas de Tamadaba, ya había dado de comer a los perros, ella misma había tomado su leche espesa— el yogourt de aquella época— espolvoreada de gofio, que preparaba con sus propias manos, después de sacar la mantequilla.
—Buenos días nos dé Dios, hijo.
—Buenos días, madre—dijo Matías incorporándose en la cama bostezando soñoliento, tomando la taza de café con una mano y la mano de la madre con la otra donde depositó un beso. Era la costumbre en aquella época.
—Pronto llegarán los pastores con la leche del primer ordeño. Tendrás que echarles una mano antes de irte a la era para yo ponerla a cuajar. Los coladores están puestos en las jarras. Diles que tengan cuidado y que procuren no derramar nada como hicieron la última vez; que es bendita.
—Sí, madre: No se preocupe.
En ese momento los cascos de un caballo sonaron estruendosos en el empedrado del patio.
—Debe ser alguno de los muchachos—dijo doña Catalina—Le diré que enseguida sales.
Pero la voz joven del recién llegado, sonó como el canto de un mirlo en la mañana de verano.
—Matiítas, dice cho Anastasio que le pregunte si empieza ya a poner el trigo en la era.
Matías no reconoció la voz y saliendo sin atar la botas herradas, que retumbaban tanto o más que los cascos de los caballos, preguntó:
—¿Y usted quien es?
Miró al joven que estaba sobre el caballo. En ese momento se quitaba el sombrero en señal de respeto y Matías quedó impresionado por la figura gallarda que estaba de espaldas al sol naciente. Rizos del color de las gavillas de trigo, asomaron bajo el sombrero. El sol y el cielo azul de la mañana se quedaban pálidos ante lo que resplandecía sobre aquel rostro dorado por la altitud.
—Soy Agustín Silva.—viendo la cara de extrañeza de Matías, añadió—Soy hijo de Juan Silva, el capataz de las obras de la presa.
—Ah. Ya caigo.
—Mi padre no podía venir y me mandó a mí.
—Bien..., bien—dijo Matías con una especie de tartamudeo— dígale a cho Anastasio que espere a que el sol dé en la era antes de poner las gavillas.
—Sí señor—contestó el muchacho poniéndose el sombrero y girando el caballo hacia la entrada del patio.
—Que se aseguren de que hay agua suficiente para los hombres y para las bestias; y que no empiecen a atar las cobras hasta que yo llegue.
—Como usted mande— contestó el muchacho sin volver la cabeza.
Matías caminó hacia la entrada de la casa embargado por un emoción intensa. Antes de entrar hizo una pausa para atar los cordones de sus pesadas botas. Eso le daría tiempo para recuperarse de la emoción que le había invadido segundos antes. Tenía que hacerlo, o su madre se daría cuenta de lo turbado que estaba. Raramente se le escapaban los cambios en su rostro.
Al atravesar el umbral no se notaba aún el cambio de la temperatura entre el exterior y el interior de la casa cueva. Empezaría a notarse sobre las diez de la mañana. Estaría ya caliente fuera y bastante fresca dentro. Por esa razón, y por lo costoso y lento de subir los materiales a lomos de mulas en esos años, los habitantes de esa zona de la cumbre habían excavado sus casas en las entrañas amorosas de los riscos bermejos.
Sus pasos hicieron que su madre saliera de la cocina y le preguntara:
—¿Quien era, Matías?
_Un tal Agustín. Dice que es hijo de Silva.
_¡Ah, sí! Me olvidé decirte que Juan tiene un pie malo. Por lo visto esa yegua endiablada que tiene, le dio una patada y lo dejó casi inútil para un buen tiempo. ¿Así que mandó al hijo...?_Dijo pensativa doña Catalina_ Ese muchacho tan guapo por el que están locas todas las muchachas desde Artenara hasta Agaete. Su voz sonaba ahora molesta.
_¿Qué pasa, madre?
_No pasa nada, sólo que hubiera preferido que viniera el padre.
_¿Es que el muchacho no le gusta?
_No es que no me guste, es un buen muchachito, y trabajador como él sólo.
_¿Entonces?
_Humm...El padre tiene más experiencia.
Esa no era la verdadera razón del disgusto de doña Catalina. En aquellos días una trilla era motivo para establecer relaciones. Ella había invitado a su prima Alicia con la esperanza de que viniera acompañada de Isabelita, su hija, una muchacha que aún no había encontrado el novio adecuado y que a doña Catalina no le disgustaba para nuera. Alicia vivía en Guía y poco subía a la Cumbre. Hacía mucho tiempo que no veía a Isabelita. Según sus cálculos debía tener unos veinticinco años, aunque decían que parecía mucho más joven. Matías la había visto un par de veces, cuando era casi una niña, y doña Catalina albergaba la esperanza de que su hijo se fijara en ella, dado que era una muchacha preciosa y muy de su casa.
Aunque a doña Catalina le gustaba dejar todo en las manos de Dios, este pequeño empujoncito no le parecía que fuera interferir con los planes del Altísimo. Pero ella no había contado con la presencia de este Luzbel, bastante más joven que su hijo, aunque no más apuesto.
En la era estaba todo preparado. Las gavillas traídas de los trigales en sacos de fibra de pita, habían sido colocadas adecuadamente tal y como Matías había ordenado. El sol, suave aún, sacaba destellos del círculo dorado que brillaba como una moneda recién acuñada. Los caballos comenzaron a entrar en él resoplando y cabriolando, como si intuyeran una actividad de la que disfrutaban tanto como sus dueños. El ligero trote de la trilla parecía entusiasmarles a pesar de estar amarrados los unos a los otros.
Matías se aseguraba de que los caballos eran atados adecuadamente, según tamaño, prestando particular atención donde se colocaba a las yeguas. Los amos de los animales conocían todas sus particularidades y manías e informaban al dueño de la trilla de las mismas, para evitar cualquier percance.
Cuando las dos cobras estuvieron listas, Matías se hizo cargo de la primera y pidió un voluntario para la segunda. Generalmente los hombres más expertos se encargaban de este menester, pero una voz joven y sólida dijo:
—Yo mismo Matiítas.
Era Agustín que había saltado a la era . Matías se quedó perplejo, casi petrificado.
_¿Pero tú has guiado una cobra alguna vez?
_Sí señor, voy a todas las trillas con mi padre y el suele enseñarme todo lo que sabe.
_Tu padre es un hombre muy fuerte...
_Yo también. Salgo a él. _Dijo con orgullo y una sonrisa devastadora en los labios.
Matías sintió que el estómago se le encogía y pensó que lo que Agustín quería era lucirse delante de las muchachas.
_Pues vamos a verlo.
Diciendo esto tiró de la cuerda de su cobra y comenzó a hacerla girar. Agustín le siguió unos cuerpos más atrás. Con mano firme guiaba a la primera yegua que era algo resabiada.
_¡Sooo...Azucena! No vayas a empezar a hacer de las tuyas. Era la yegua de su padre y la conocía bien.
Acto seguido comenzó a canturrearle por lo bajo y a dar un chasquido con la lengua. Mientras, la yegua se apaciguaba y tomaba un paso rítmico que toda la cobra siguió sin ningún contratiempo. Delante, Matías observaba de reojo las maniobras de Agustín. Había cogido las riendas de la cobra al principio, por temor a que alguno de los animales se desbandara. A medida que giraban sobre la era resplandeciente, comprobó que el muchacho era un verdadero experto, pese a su juventud.
Allí estaban dos hombres en la flor de la vida, hermosos como dioses bajo el cielo azul intenso del verano cumbrero, sudorosos por el sol y el esfuerzo; cumpliendo con la labor sagrada y eterna de extraer el dorado grano de las vencidas espigas.
Después de un rato, cuando ya la trilla estaba encaminada, Matías cedió la cobra a Jacinto y desde el borde de la era, mientras se limpiaba el sudor con el blanco pañuelo que su madre le había puesto en el bolsillo, observaba las evoluciones de las bestias. También observaba a Agustín que parecía incansable, como si acabara de empezar. El sudor le chorreaba por la cara, se escurría por el vigoroso cuello y se perdía en su pecho, entre los pliegues de la camisa a rayas que estaba ya empapada.
_¡Agua!_Gritó Agustín.
_¡Agua! _Gritó Jacinto.
Entre las muchachas se formó un revuelo y varias corrieron a los porrones. Fue Juanita la que llegó antes a acercarle el agua a Agustín a pesar de que Cándida llevaba la misma intención. Entretanto, Isabel permanecía aparentemente impertérrita. Su madre no le hubiera perdonado el que se acercara a Agustín. Disimuladamente observó cómo aquél alzaba el porrón con sus nervudos brazos y dirigía el agua a su boca. Mientras, en su largo cuello la nuez subía y bajaba rítmicamente y el agua que se escapaba por las comisuras se deshacía en destellos plateados.
Matías, también disimuladamente, había observado lo mismo y la escena había causado en él igual impacto que en Isabel. Pero los dos permanecían quietos y mudos como las imágenes de la iglesia del pueblo. Allí no parecía estar pasando nada.
De pronto la voz de Matías sonó autoritaria.
_Agustín, salga de la era ya.
Empleaba el trato formal cuando quería que no se discutieran sus órdenes; como muchos padres hacían con sus hijos.
Agustín lo miró sorprendido por el tono.
_Sí, señor.¿He hecho algo mal?
_No, al contrario, pero necesitas descansar un buen rato. Hasta después del almuerzo. Hay bastantes hombres que pueden echar una mano.
_Sí señor, como usted mande.
Más conciliador, Matías se interesó por la vida del muchacho.
_Por cierto, no te he visto por aquí ¿dónde has estado?
_Estuve tres años en el cuartel.
_Ahora entiendo por qué no te reconocí. ¿A qué te dedicas ahora?
_Trabajo en la presa con mi padre.
_¿Te gusta?
—Pagan bien, pero lo que a mi me gustan son las tierras. Esto—dijo señalando con la mano extendida sobre la era donde los caballos seguían trotando alegremente; los fardos reventando de trigo y la vega incendiada por el sol del mediodía. Luego miró hacia el pinar con los ojos casi húmedos—soñaba con estas cosas todas las noches que estuve en Larache.
Matías comprendía muy bien lo que el muchacho sentía, y tentado estuvo de ponerle una mano en el hombro para confortarlo de lo que parecían malos recuerdos, pero se contuvo.
_A descansar ahora.
__Lo que usted diga Matiítas.
Diciendo esto Agustín se alejó de la era. Matías permaneció en el mismo sitio, sin volver la cabeza, controlando la emoción que intentaba dominarle. Nadie podía percibir como su iris se dilataba, dado que el ala de su sombrero casi tapaba sus bellos ojos negros. Eran casi tan negros como el pelo que enmarcaba el rostro de tez nacarada y cuyo contraste producía un efecto demoledor entre sus, también numerosas, admiradoras.
Doña Catalina acababa de llegar a la era para organizar el almuerzo. Vestía una blusa negra de tela fresca y una falda, también negra que le llegaba a los zapatos, como era costumbre en las mujeres de su edad y condición. Un pañuelo negro cubría su cabeza anudándose bajo la trenza recogida en un moño. La trenza llegaba hasta casi tocar los tobillos. El pelo era completamente blanco y en su rostro había la frescura propia de la mayoría de las mujeres que viven en la cumbre, y que han tenido una vida sana y ordenada, sin grandes enfermedades ni tragedias; a excepción de la muerte temprana de su marido, que aceptó con la resignación cristiana que la caracterizaba. No era muy alta, pero caminaba con el porte de una persona segura en sí misma, que poseía el control de sus propiedades y sobre todo, de su vida; cosa poco corriente por aquel entonces.
Se dirigió a Antonia:
_Antonia, que empiecen a tender los manteles y que no falten los quesos a cada lado.
_Descuide Catalinita. A ver, Juana y Cándida; A colocar los manteles, el pan, el queso y el agua primero. Un porrón en cada lado del mantel.
Doña Catalina se dirigió a Isabel:
__¿Cómo lo estás pasando, Isabelita?
_Muy bien, Catalinita, gracias.
_Quiero que te sientes a mi lado y junto a tu madre a la hora de comer. Así podremos hablar un rato.
_Descuide—dijo aparentado estar complacida, cuando en realidad lo que quería era estar con los más jóvenes; especialmente por donde anduviera Agustín. “Seguro que Juana hará todo lo posible por sentarse cerca de él”—pensó la guapa muchacha, enfundada en un vestido de percal estampado con pequeñas flores azules, haciendo juego con sus ojos. Verdaderamente era muy hermosa. Más alta que doña Catalina, bajo el recatado vestido se adivinaba una figura casi perfecta de mujer. El pelo castaño claro y una tez cremosa que no necesitaba pinturas. Los colores estaban naturalmente donde tenían que estar. El pelo recogido en trenzas en forma de diadema, la hacía parecer una princesa a los ojos de los hombres que disimuladamente la miraban.
Todos estaban de una forma u otra pendientes de ella. Todos menos Matías que había subido al caballo y se alejaba en dirección al barranco, y Agustín que había desaparecido hacía un rato.
_Matías, ¿dónde vas ahora? _Preguntó su madre.
_Voy a la Charca del Nogal a refrescarme un poco y dar de beber a Lucero.
_Pero aquí hay bastante agua, hijo.
_A Lucero le gusta más beber en la charca.
_No tardes, que en un rato almorzaremos.
_No se preocupe madre, no tardaré.
A llegar a la zona de lajas, blanqueadas por el sol y los jabones, donde las mujeres solían lavar y tender la ropa, oyó una impresionante voz varonil cantando unas folías. Salía por el estrechamiento del barranco como si de un gigantesco megáfono se tratara. A pesar del ensimismamiento con que Matías cabalgaba, al paso que el caballo quería, se adentro en el cañón para ver de quien se trataba; porque si algo gustaba a Matías era unas folías bien cantadas.
En el oscuro desfiladero, los cascos del caballo sonaban de forma más estrepitosa que en el patio de su madre. Al volver un recodo de las aristadas y oscuras paredes, la imagen que saltó a su vista casi le hace caer del caballo. Bajo la cascada que surgía en una estrechez del basalto, Agustín, desnudo, disfrutaba de las delicias del agua fría en el mediodía caluroso. El líquido, al chocar contra su dorado cuerpo, se deshacía en miles de gotas, que el sol no podía convertir en arco iris, debido a que los altos y estrechos riscos le impedían penetrar en aquel oscuro sagrario cubierto de helechos.. Pero la plata estaba presente en todos sus brillos, mientras salpicaba y discurría por la espalda y las piernas columnarias de Agustín. Éste no se percató de la presencia de ningún ser viviente debido al estruendo en el que estaba inmerso.
Matías paró el caballo. Tanto el jinete como el animal permanecieron petrificados; como si por arte de un extraño maleficio hubieran pasado a formar parte de los riscos que los circundaban.
El tiempo también se paró se paró.
Cuando regresó a la era, donde todos esperaban para empezar la comida, su madre se dirigió a él algo molesta:
_Me tenías preocupada, la gente empezaba a impacientarse ¿Dónde has estado todo este rato?
_No creo que haya tardado mucho, madre —Dijo extrañado del agobio de doña Catalina.
_ Hace más de media hora desde que quedó la mesa dispuesta. Sabes que aquí no empieza nadie a comer hasta que tú no lo hagas—Dijo doña Catalina mirando a la nueva y extraña expresión del rostro de su hijo, que no dejó de inquietarle.
La madre no quiso hacer preguntas en aquel momento tan inoportuno y se dispuso a partir el pan.
La comida discurría plácidamente. Entre tanta gente nadie había advertido la ausencia de Agustín, salvo Isabel, que guardaba silencio como casi siempre, y algunas de las otras jóvenes que hacían comentarios por lo bajo entre ellas.
_¡Oh! Aquí llega el pollo remojado que se va a quedar sin comer _ dijo Antonia jocosamente, mientras Agustín, recién llegado, se acercaba a la mesa..
Agustín se sentó con la cabeza gacha lo que en él era una disculpa.
_No te preocupes. Queda algo para ti, pedazo de tunante.
Agustín esbozó una media sonrisa, que más bien parecía una mueca. Permanecíó callado durante la comida. Algo raro en él, que era dado a exteriorizar toda la energía que llevaba dentro, mediante un parloteo que surgía como si una bandada de canarios del monte estuviera disputándose el mejor espacio de un árbol. En sus ojos, que se habían vuelto grises, había luces de desconcierto con ribetes de miedo.
Esos cambios fueron percibidos por Matías que, con disimulo, le observaba mientras tomaba el café. Un tornado de emociones surgió del epicentro de sus entrañas, todas ellas blindadas por una capa de acerada ternura. El nácar de su rostro estaba iluminado por una luz desconocida, haciendo que sus ojos parecieran más grandes y brillantes; y sus pestañas más largas, con un ribete dorado por los rayos de luz que empezaban a inclinarse. El sol arrancaba de su pelo negro destellos azulados; como si del ala de un cuervo se tratara.
Nadie, excepto doña Catalina, percibió nada fuera de lo normal. Ella poseía un sexto sentido, que le permitía percibir cosas que no se ajustaban a las coordenadas que hacían de su vida un suceso placentero. Percibía algo, pero no sabía definirlo. Y este hecho la inquietaba, dado que no era Isabel la causa de aquel efecto, y cualquiera otra persona de la concurrencia que lo produjera no era de su interés.
Los hombres comenzaron a ponerse en pie para dirigirse a la era. Cerca del círculo las bestias descansaban plácidamente. Algunos, entre ellos Agustín, cogieron horquetas y bielgos para aventar la paja, aprovechando que se había levantado una ligera brisa. Una especie de fuegos artificiales monocolor se produjo en la era, donde los confetti dorados de la paja pisoteada, se levantaban hacia el azul del cielo y caían brillando y cubriendo las cabezas y hombros de los trilladores. Toda una fiesta.
Agustín, cuyo pelo ya se había secado y con el bielgo en las manos, parecía un dios coronado por el oro viejo de Febo y por el nuevo de la mies. Su actitud era enérgica. Parecía estar librando una batalla con la paja y con el grano, que deseaba ganar a toda costa. Su semblante parecía sereno pero en sus ojos había chispas de fuego, que sólo Matías pudo captar.
Cuando los bielgos y las horquetas hicieron su trabajo, las mujeres se acercaron con sus zarandas y comenzaron a limpiar el trigo. Todos trabajaban juntos ahora. Por parejas llenaban los sacos de trigo que un grupo de hombres, que hasta ese momento no habían participado en la guía de las cobras, comenzaron a transportar a los graneros, sobre las mulas dispuestas para ello.
Al caer la tarde, algunos jóvenes sacaron varios instrumentos de cuerda y comenzaron a desgranar coplas en las que indirectamente enviaban mensajes a algún miembro de la concurrencia.
—Cántate una copla de esas que tú sabes, Agustín—Dijo Antonia mirando a su alrededor en busca del muchacho.
No pudo encontrarlo porque, hacía tiempo, había montado en su caballo y había tomado el camino de Juncalillo, sin que nadie lo hubiera advertido.
Al cabo de un rato sonó el toque de Ángelus. Todos callaron mientras doña Catalina iniciaba su rezo. Dio gracias por una excelente cosecha y agradeció a todos la ayuda prestada.
Comenzaron las despedidas. Doña Catalina dio un beso cariñoso a Isabel. Las dos parecían algo frustradas, pero disimularon con la mayor elegancia.
_Vuelve para La Cuevita, mi niña. Dile a tu madre que te traiga.
—Sí señora. Aquí estaremos, si Dios quiere. Por nada del mundo me perdería la fiesta de La Cuevita _dijo la joven aparentando entusiasmo.
_Pero vengan la víspera, para que no estén tan cansadas.
_Así lo haremos —Dijo Alicia abrazando a su prima.
Poco a poco doña Catalina y Matías se quedaron solos.
La última en marchar fue Antonia a la que aún quedaban ganas de bromas, después de tan duro día.
_No parece que vayamos a sacar matrimonio de esta trilla, Catalinita— dijo con una risa pícara.
_¿De qué estás hablando, insensata? ¿Es que no puedes pensar en otra cosa? _Contestó doña catalina casi con mal humor, en parte debido al cansancio. Ella solía reír las bromas de Antonia porque sabía que no había malicia en ellas.
_En la trilla de Acusa habrá mejor suerte. No se preocupe.
_Nadie se preocupa aquí por tonterías, Antonia. Y vete a descansar que ya es tarde.
_Hasta mañana, si Dios quiere _Dijo despidiéndose.
—Que Él te acompañe.
Diciendo esto se dirigió a su caballo y subió al mismo con la ayuda de su hijo.
Cabalgaron lentamente hacia la casa.
_Mañana tendrás que ir a El Sao y hablar con Mariquita del Pino para que te dé vez para moler la harina fina. Hay mucho que moler.
_Pero eso puede hacerlo Perico, madre. Como siempre. ¿ Se olvida de que tengo que ir a preparar la trilla de Acusa, y además pasar por Tifaracá a deslindar su parte del pinar?
_No me olvido, Matías. Perico tiene que ir con Santiago a buscar la leña para el amasijo de la trilla de Acusa y además, tienen que llevar el queso a Teror _ Dijo la madre lenta y suavemente __En El Sao no te vas a entretener y de allí vas directamente a Acusa. Deja lo del pinar para otro día. No corre ninguna prisa pues no tengo intención de vender nada al Cabildo.
_Terminarán expropiándola, madre y será peor.
_Ya veremos. Llevan años intentando expropiar a mi hermano y no lo han conseguido. No olvides que hay tierras de cultivo en nuestra parte del pinar, y con la comida no se juega.
_Qué tozuda es usted, madre.
_Dale gracias a Dios por ello.
_Amén—Dijo Matías con una sonrisa en los labios.
Matías sentía una gran debilidad por su progenitora. No había conocido a su padre y ella había sido siempre su gran apoyo. Sin embargo hoy la había notado más seca que de costumbre y eso le entristecía. Por nada del mundo le daría un disgusto, aunque en ello fuera su felicidad. Había sido casi íntegramente educado por su madre y de ella había aprendido lo que significaban las palabras sacrificio y honoor. Nadie sabía lo que esas palabras significaban para él. Ni siquiera doña Catalina.
La luna ya había asomado por encima de Artenara cuando los cascos de los caballos volvieron a resonar en el patio empedrado. Matías se hizo cargo de los caballos mientras su madre entraba en la casa donde se respiraba un aire fresco y perfumado. El descanso sería profundo para doña Catalina. No así para Matías que soñó con barrancos y profundos abismos en los que se precipitaba.
Doña Catalina dejó que su hijo descansara un poco más de lo acostumbrado después del duro día de trilla. Ya el sol sacaba destellos a los guijarros del patio cuando las pesadas botas de Matías y los cascos de su caballo pisaban las desgastadas piedras con el estruendo de siempre. Se disponía a salir camino de El Sao.
_Dale muchos recuerdos a Mariquita del Pino, y aunque sé que no puede dejar el molino dile que me gustaría verla algún día por aquí. Que se anime y venga a la fiesta en Agosto.
_Se lo diré, pero ya sabe que no va a venir. Como no vaya usted al molino, no podrán conversar un rato.
—Si es que no la dejamos parar, ni a ella ni a su hija Carmita. Por cierto ¿Has visto lo guapa que se ha puesto? Claro... que aún es muy joven _Dijo doña Catalina pensativa.
_Y tiene novio, madre.
_¿Qué tiene novio ya? —Su voz sonaba algo contrariada.
_Sí, por lo visto es un primo hermano suyo.
_¡Un primo hermano! Que Dios nos valga. Tendrá que pedir permiso a la Iglesia para casarse. Qué jaleo, madre mía.
_Bueno, madre _Dijo tomando la mano de doña Catalina para besarla—Deme su bendición.
_Que Dios me lo bendiga y cuidado con los riscos de El Sao y ese caballo salpicón que tienes.
_No se preocupe _dijo subiendo al caballo.
Diciendo esto enfiló el camino bordeado de pitas. El paso del animal era lento como si aún le pesara el sueño. El jinete llevaba el sombrero calado hasta las cejas para evitar que el sol de la mañana lo despertara del todo.
Bajó por el pago de La Coruña y tomó la dirección de Las Hoyas. El aire traía el aroma reconfortante de los pinos y Matías cabalgaba como en una ensoñación. Cuando se acercaba a la confluencia del barranco de Artenara con el de Lugarejo, oyó el canto de barreno en el lugar de los trabajos de la presa. Alguien apareció en un recodo, que le advirtió de que no prosiguiera hasta que la dinamita no hubiera hecho explosión .
_Párese don Matías. Será sólo un momento _ Dijo el peón de la presa que le salió al paso.
_¿Cuantos tiros van a dar?
_Sólo éste, si es que parte el risco.
—Entonces no me desviaré.
Desde lo alto del caballo pudo ver a los trabajadores corriendo en busca de refugio mientras una voz que no le resultaba desconocida gritaba potente:
_¡Fuego a la de una!...¡Fuego a la de dos!...¡Fuego a la de tres!
A Matías se le aceleró el pulso.
Una tremenda explosión sacudió el seno de los profundos barrancos, así como el
pecho del hombre. El caballo relinchó angustiosamente alzando sus patas delanteras,
poniendo en peligro al jinete. Por un instante éste creyó encontrarse en el cráter de un
volcán. Oyó como el eco de la explosión se multiplicaba dentro de los cauces y como
los riscos lo lanzaban hacia el pinar y desde allí volvía magnificado. El espíritu
de Matías estaba conmocionado. Su cuerpo empezó a temblar sin saber por qué. Los
barrenos no eran un secreto para él y nunca le habían asustado. Ni siquiera de niño.
Cuando la polvareda se fue disipando, Matías pudo ver a los trabajadores de la
presa regresar al tajo. Entre ellos distinguió la figura de Agustín que caminaba hacia el
risco, partido en mil pedazos, como evaluando la eficacia del tiro. Lo vio poner las
manos en la cintura y girar sobre sí mismo con un sonrisa de complacencia Tan
absorto estaba Agustín con los resultados de la explosión, que no se percató de la
presencia del hijo de doña Catalina. Matías saludó sólo a los que se cruzaban en
la vereda y prosiguió por el estrecho camino que conducía a El Hornillo que se hallaba justo por encima del molino de Mariquita del Pino.
Cuando llegó a la puerta del edificio de piedra, después de pasar por la gran acequia que conducía el agua hasta el mismo, quien salió a saludarle fue Carmita. Apenas la podía oír debido al gran ruido que producía el agua lanzada a presión desde el bocín sobre los álaves de la rueda de madera, que bajo el piso del molino movía la pesada rueda de piedra basáltica. Esta se hallaba en la dependencia superior. En su orificio central recibía los granos que caían de la tolva para convertirlos en gofio o harina. Según lo que se moliera.
—Buenos días __Gritó Carmita para hacerse oír.
_Buenos días, ¿como está?
_Bien, gracias, ¿y su madre?
_Bien, gracias. Trajinando como siempre. ¿Y Mariquita del Pino?
_Pase. Está dentro.
La dueña del molino ya salía a saludarlo atentamente, cuando él había dejado atrás las dos grandes y pesadas ruedas de piedra de Arucas, que descansaban en el patio esperando su turno para ser usadas.
La conversación con la molinera fue afable como siempre. Matías había sentido respeto y admiración por aquella mujer que, como su madre, había enviudado joven. Se encontró sola, con media docena de hijos pequeños. Había sacado fuerzas de flaqueza para montar una pequeña industria en las tierras heredadas del cortijo de su madre, gracias a la abundancia en aguas de las mismas, y así había sacado adelante a su familia sin que nada les faltara, en aquellos malos tiempos.
Sin entretenerse mucho regresó hacia Las Hoyas para atravesar el pinar con dirección a Acusa. Cuando volvió a pasar por la presa era hora de almuerzo. Con el peso del mediodía no se veía a nadie fuera de las cuevas y prosiguió su camino sin detenerse dado que quería llegar a Acusa antes de la suelta de los segadores para hablarles de la trilla.
Al adentrarse en el Pinar, cerca de la Cruz de María, le invadió una sensación de frescura y bienestar. Aromas de pino verde y pinocha seca por el sol abrasador, se mezclaban con el del incienso salvaje y el de la salvia. Su sentidos se agudizaron y nuevas emociones se sucedían en lo más profundo de su ser. Paró el caballo y tomó agua de la cantimplora, mientras contemplaba las vegas recién segadas, dispuestas a volver a ser fecundadas en cuanto cayeran las primeras lluvias.
Cuando Matías avistó la Vega de Acusa, pudo ver a los segadores que en hileras se afanaban en cortar las espigas y ponerlas en los fardos ya hechas gavillas. Las sombras del pinar de Pajonales pronto se proyectarían sobre la meseta y la siega se haría más llevadera. La corriente de aire del Barranco de la Aldea se aceleraría con las sombras y los segadores agradecerían la frescura que invadiría la vega.
Cho Ceferino salió a recibirle con una sonrisa afable y respetuosa.
_Buenas tardes don Matías. Lo esperábamos esta mañana.
_Tuve que ir a El Sao a encargar la molienda. Pero no se preocupe. Me quedaré aquí esta noche.
Sin mediar palabra Ceferino puso dos dedos en sus labios y un agudo silbido salió de ellos. Los segadores enderezaron sus cuerpos y miraron en la dirección en que amo y capataz estaban, pendientes de sus palabras.
_¡Chano! Venga acá _Dijo haciendo un gesto conminativo con la mano.
_Mande Cho Ceferino _ dijo el muchacho quitándose el sombrero de paja.
_Prepare algo a cubierto que el amo va a pasar la noche aquí.
_Lo que usted diga.
_Andando. Y vaya a buscar algo de agua fresca para la noche.
El muchacho giró volviendo a colocarse el sombrero y a grandes zancadas alcanzó el campamento.
Cho Ceferino era toda una personalidad. Estaba cerca de los <sesenta. Era fuerte como un roque y lo sabía todo del campo. Tenía un carácter fuerte, pero era una buena persona. Lo mismo entablillaba una pierna rota dejándola nueva, como curaba una tetera a una vaca. Más de un niño había nacido gracias a su ayuda cuando la partera no llegaba a tiempo. Había incluso quien le atribuía poderes especiales. No faltaba quien iba a consultarle sobre alguna dolencia o si el alma de un reciente difunto descansaba en paz. Esto último no le hacía mucha gracia porque era un cristiano cabal y no quería jugar a ser Dios, como le decía don José, el párroco. Pero él no podía evitar que su mente se adelantara a los acontecimientos, lo que muchas veces le asustaba y amargaba sus noches de descanso bien ganado.
Matías departió con Ceferino durante un buen rato, sobre como llevar a cabo la trilla. El hombre le aconsejó que usara los trillos, dado que era cebada lo más que se iba a trillar y acordaron en poner los trillos de dos en dos, para que las vacas pudieran descansar durante más tiempo.
La noche caía y Matías empezó a sentir el cansancio de un día intenso. Después de tomar unas rebanadas de pan con queso curado, fruta, y leche recién ordeñada con gofio, que Ceferino le proporcionó atento, se tumbó sobre unos fardos bajo la noche estrellada de aquel lugar único.
Sus pensamientos volaron como los celajes. Iban desde la era al Barranco de la Madre y desde el Barranco a la presa, y vuelta a la era donde aparecía la figura de Isabel que le producía desasosiego y remordimientos, cuando se acordaba de su madre. Intentó apartar los pensamientos que le disgustaban y se quedó con el canto de Agustín, cuyo eco continuaba oyendo. Quedó profundamente dormido sobre los fardos sin aprovechar el cobijo que le habían preparado.
El mugido de las vacas lo despertó cuando todos se estaban preparando, hoces en ristre, para dirigirse a segar la cebada. Una escudilla de leche y gofio fue el frugal desayuno de aquel día.
Ceferino se acercó a él.
_¿Entonces quedamos en que la trilla será el sábado, don Matías?
_Si. Mi madre podrá venir porque habrá descansado de la de ayer.
_Así se lo diré a los muchachos.
—De acuerdo, Cho Ceferino.
_¿Va a quedarse a almorzar?
_La verdad es que no sé... _ dijo dubitativo _Mi madre está sola y le gustará tener a alguien con quien almorzar.
_Mi mujer llegará sobre las doce con la comida. Me dijo que salía de Lugarejo a las diez. Si gusta quedarse, habrá para todos.
_Se lo diré dentro de un rato.
_Como guste, don Matías.
En ese momento ambos se quedaron parados prestando atención a algo.
_¿Quién canta? —Preguntó Matías reconociendo una voz inconfundible.
_¿Usted también la oyó? — Preguntó el hombre con algo de asombro en la cara.
—Sí, pero ¿quién cantó?
—No lo sé _Dijo Ceferino bajando los ojos.
El canto había sonado muy cercano y Matías preguntó en voz alta:
_¿Quién estaba cantando hace un momento?
_Los peones se alzaron y alguien dijo:
_Aquí no ha cantado nadie, don Matías. Sólo hablábamos.
Matías miro a Ceferino que seguía con los ojos fijos en el suelo.
_No es que me importe que canten. Sólo quiero saber quien lo hizo.
_No ha sido por aquí, don Matías.
_¿Donde ha sido entonces? Aquí no hay nadie más que nosotros.
—A veces el aire trae voces... —comentó Ceferino sin mirarle a los ojos directamente.
El hombre se alejó hacia el campo de cebada dejando a Matías desconcertado. Se preguntaba cómo era posible que el buen hombre y él mismo hubiesen oído el canto y los peones que estaban a poca distancia no.
Matías echó a andar bordeando el campo de cebada. Comprobaba el grano de cada parcela. Luego fue al trigal. Caminado entre las espigas encontró varios nidos con pájaros aún pequeños. Recordó cuando su madre le enseñaba a buscar los nidos entre el trigo, y cómo le advertía de que no los podía tocar porque si lo hacía la madre los aborrecería y los abandonaría; algo que el joven Matías no habría podido soportar.
Cerca de las doce, el silencio de la tranquila Acusa e vio interrumpido por la voz de Magdalena, la mujer de Ceferino. Había asomado a la parte alta de la cuesta desde donde se avistaba la vega. Cuando llegó donde estaba su marido, éste le preguntó en un tono un tanto especial.
_¿Todo bien por allá?
_Todo bien.
Al ver la mirada extraña de su marido, dijo:
—¿Por qué me lo preguntas?
Ella lo conocía muy bien después de cuarenta años y notó que su marido estaba demudado.
Mirando hacia Matías que se hallaba fuera del campo de escucha, volvió a preguntar:
_¿Estás segura de que no notaste nada extraño en el camino?
_Nadita, mi niño.
_Que raro —Dijo Ceferino rascándose la frente.
—Espera._ Dijo llevándose la mano a la mejilla en un acto de reflexión _Cuando Pasé por Las Hoyas oí que estaban cantando barreno. Pero eso fue todo.
_Pues algo ha pasado.
_No digas tonterías, Ceferino— Dijo la mujer tratando de quitar preocupación al rostro de su marido— Vamos a comer.
El hombre volvió a poner los dedos en los labios produciendo un silbido prolongado que hizo parar a todos los segadores.
Matías también se acercó pero para despedirse. Se le veía inquieto y de un salto subió al caballo y se despidió de todos con la mano.
_Cho Ceferino, hasta el sábado si Dios quiere.
_Vaya con cuidado y saludos a Catalinita.
Matías espoleó al caballo. Tenia prisa por llegar a la casa y poder comer con su madre. El trayecto que en otras circunstancias le hubiera llevado hora y media, lo hizo en la mitad de tiempo.
Cuando los cascos de Lucero retumbaron en el patio de su casa, doña Catalina salió a la puerta con semblante sorprendido y un rictus amargo en los labios.
_No te esperaba para comer. Creí que volverías esta tarde. ¿Ya te has enterado? —preguntó mirándole a los ojos como si temiera la respuesta.
_¿Enterarme de que? _Preguntó con preocupación
_De lo del muchachito de Juan Silva.
_¿Qué ha pasado?—Dijo casi en un grito.
_Siéntate, hijo. Toma un poco de agua.
_¿Qué ha pasado, madre, por Dios?
_La explosión del barreno lo enterró en el barranco. Han estado toda la mañana para sacarlo.
El vaso de cristal que la madre había puesto en su mano, se rompió en ella como el ala de una mariposa, mientras las venas de su cuello se hinchaban, y un grito terrorífico salía de su garganta.
_Por lo visto... poco antes había ido a la cascada a refrescarse _ Dijo doña Catalina titubeando y como en un sueño _ Según dijeron estaba cantando bajo el chorro de agua y probablemente no oyó el aviso de barreno. Y cuando salió del manantial...
Un gemido cortó su voz mientras su hijo envejecía por segundos.