jueves, 7 de julio de 2011

CARNAVAL

Un relato de mi segundo libro Sombras en el paraíso.

-No insistas, Nandy.  No voy a ir.
            -¿Cómo es posible que tú digas que no vas al carnaval?-Dijo la voz al otro lado del teléfono.
            -Pues es posible. Mi  ánimo no está para nada en estos momentos.
            -Después de dos años ¿aún sigues así?
            -Exactamente.
            -Más razón aún para que vayamos. Comprendo que el año pasado aún no estuvieras  en disposición,  pero ya este año es otra cosa  He vuelto de Inglaterra antes de lo previsto para que no estuvieras sola y poder organizarnos bien.  Recuerda la promesa que nos hicimos de que nada ni nadie iba a interferir en nuestras marchas carnavaleras -Dijo Nandy con su parloteo siempre festivo.
            -Te podías haber quedado para el de Notting Hill, y así vender tus preciosos disfraces.
            -¡Ah no!, querida.  Como el carnaval de Las Palmas, ninguno.
-No te pases;  el carnaval aquí ya no es lo que era.
-¿Tanto ha cambiado de dos años para acá?
-Pues sí, cada vez lo enchiqueran más con el pretexto de la seguridad.
-¿Qué me estás diciendo?
-¿No te acuerdas de que el año pasado tú misma comentaste que estaba perdiendo la espontaneidad que lo caracterizaba?
-Es verdad y también te dije que se había convertido en puro business.
            Nandy , amiga de toda la vida y compañera de su época inglesa, tenía la virtud de hacerla salir de sus ocasionales marasmos anímicos.  Era una mujer vital y que no desaprovechaba nunca cualquier cosa buena que la vida pudiera ofrecer. Curiosamente fue Elena quien inició a Nandy en los ritos del carnaval.  Su amiga tenía su residencia en Londres, pero todos los años  se tomaba dos semanas de vacaciones para calentar los huesos en Las Canteras y vivir una fiesta en la  que  disfrutaban como dos adolescentes.  Ambas tenían inclinación por todo lo que pudiera encerrar arte, imaginación y espontaneidad:  justo el carnaval de Las Palmas.
            -Elena, no puedes continuar de esa forma.  Lo único que vas a conseguir es enfermar, y de eso nada.
            -La verdad es que no puedo permitirme el lujo de enfermar.  Tengo muchas cosas que hacer.
            -Y tanto que tienes que hacer. ¡Tienes que seguir escribiendo!
            Elena recordó que Nandy había pasado por una experiencia parecida a la suya varios años atrás.  Había superado su desolación metiéndose en el museo de Victoria y Alberto de Londres, donde copiaba durante días enteros diseños de vestidos de las diferentes épocas. Los transformaba con su propia inventiva en preciosos disfraces que luego vendía en la pequeña boutique que regentaba en Notting Hill Gate.
            -Pues, ¡se dijo!  Prepárate que el viernes nos vamos a inaugurar el Carnaval.
            -No tengo nada que ponerme y la verdad es que me encuentro muy cansada.
            -Déjate de  boberías y llámate a Robert para que nos sirva de escolta.  Y puedes ponerte aquel vestido tan bonito, de “colona” americana de principios de siglo, que tan bien te queda y que tanto me gusta.
            Y que tanto gustaba a Ángel...Y a ella misma. Era el único disfraz que conservaba en su armario. De los demás se había deshecho después del último carnaval al que había asistido.  
            -Cómo será que tú no te acuerdes de Robert-respondió Elena- Pero ya sabes como es, lo mismo nos deja plantadas en medio de la fiesta porque le entra sueño.
            - Tú llámalo que ya me encargaré yo de mantenerlo despierto.
            -De acuerdo, Nandy-Dijo Elena sin mucho entusiasmo.
            -Bueno, pues quedamos para el viernes en Derby sobre las once.  Si vamos más tarde nos quedamos sin mesa. La primera que llegue la  guarda.  No te retrases.
            -No te retrases tú con todos tus perendengues, y me tengas sentada sola y al sereno durante casi dos horas, como el último año.
            -¿Cómo que sola, no ibas a llamar a Robert?
            _¿Y si no viene, como casi siempre?dijo Elena
            -Más le vale venir, si no me oirá de verdad.
            -Bueno, allá él y tú.
            -Le dices a ese americano impasible que despabile, que tengo mucho de que hablar con él.
            -Sí pero no te pongas antiamericana que ya tiene bastante con los medios de comunicación.  Pensar que llegó aquí  hace treinta años  huyendo del mundanal ruido, y ahora vienes tú a echarle la bulla.
            -Tranquilízate, voy a ser buena.  Hasta el viernes.
            Colgó el auricular como una autómata, arrepentida ya de haber accedido a los deseos de Nandy.  Casi estuvo a punto de volver a llamarla y retractarse, pero una fuerza extraña la contuvo.

            Elena estaba sola en ese momento y el silencio acogedor de su casa la envolvió, induciéndola a un estado mental que la hacía más perceptiva de lo que ocurría a su alrededor.  Se dirigió al jardín donde cortó un par de ramitas de romero.  En la cocina los puso sobre uno de los discos de la vitrocerámica y lo encendió.  A los pocos segundos las volutas perfumadas se fueron extendiendo por toda la casa.  El delicioso aroma invadió todo el espacio y ella sintió como si algo intenso la envolviera con fuerza, llegando a lo más profundo de su corazón.  En ese momento decidió que volver al carnaval sería una buena idea.
            Sin pensarlo dos veces se dirigió al armario donde guardaba el disfraz.  Vio que necesitaba plancha y ajustarle algunos botones.  Se puso manos a la obra y quedó listo para su uso.  Luego sacó la pañoleta que iba con el atuendo y los abalorios propios del caso.   Colocó todo sobra la cama y fue en busca del móvil para llamar a Robert.
            Robert solía tener el suyo siempre apagado, fuera de cobertura o sin batería.  Sería un milagro que pudiera comunicarse con él.
            Curiosamente sonó el contestador automático.  Ya eso era un milagro.
            -Robert-Dijo Elena al contestador-Te llamo de parte de Nandy.  Está en Las Palmas y quiere que vayamos al Derby el viernes.  Hemos quedado a las once.  Por favor, llámame y dime si piensas ir.
            Robert era un detractor del carnaval, pero con la boca chiquita. Para molestar a sus amigas  decía que el carnaval  era cosa de chiquillajes, pero en el fondo estaba de acuerdo con ellas en que era una gran manifestación de arte, imaginación y alegría desbordadas.  En él los participantes exteriorizaban sus sueños, sus ambiciones y a veces sus deseos más oscuros y ocultos- los menos- en disfraces que iban de la más absurda extravagancia a la mayor exquisitez en el diseño; pasando por la abstracción simbólica, por la economía minimalista-los de presupuestos más débiles- y por la horterada más burda.  Todo un mosaico.


            Como era previsible Robert no contestó, pero el viernes a las once y cuarto apareció por el Derby.  Él no iba a perderse el tapeteo en los chiringuitos, desde donde emanaban olorosas invitaciones ayudadas por el alisio que esparcía por el Parque los deliciosos aromas de las carnes y los mojos; ni el vino o la cerveza de la tierra.
            En esas ocasiones Elena y Nandy solían hacer de anfitrionas por aquello de la escolta. Y todos tan felices.
            Tuvieron suerte y encontraron una mesa en primera fila desde donde contemplar la pasarela improvisada de mascaritas, a cual más atractiva.  Se podían admirar los disfraces más elegantes y rebuscados, la mayoría de ellos lucidos por hombres tanto heteros  como gays que rivalizaban en diseño y lujo.  Entre los heteros  el disfraz era casi siempre  un chiste.  Entre los gays eran auténticos monumentos de arte y exquisitez.
En la terraza se formaban peñas de amigos que hacían del espacio una auténtica fiesta, aprovechando la música del gran escenario así como la de los chiringuitos.  Sobre las doce llegaron los hermanos de Elena, sus primas y un grupo de amigos.  Menos su hermano todos iban disfrazados de forma muy variopinta.  Saludos, besos, abrazos y muchos “qué disfraz más original” o “esta vez te has pasado”.  La alegría era desbordante pero Elena no podía participar de ella.  Se sentía como dentro de una burbuja aislante, como si todo aquello no fuera con ella.  Los veía a través del cristal y apenas podía oírlos.  Nandy y Robert comentaban animadamente el paso de unas mascaritas trillizas: hombrachones de pelo en pecho que lucían un disfraz de caniche perfectamente  confeccionado.  Elena no pudo evitar una sonrisa ante aquellos torsos llenos de pelo oscuro y el contraste del raso blanco que les servía de corpiño.
De pronto pareció que la burbuja se había esfumado y todo el ruido del Parque se le metió en la cabeza.  Sintió que había algo a su espalda que la perturbaba.  Se volvió y pudo ver en la mesa justo detrás de ella a alguien disfrazado con un extraño atuendo.  Todo su cuerpo iba envuelto en un amplio atavío de aspecto renacentista, de  mangas largas y  muy anchas  que le hacía semejar un manto.  Era blanco e iba unido a una máscara de estilo veneciano con la particularidad de que, en los orificios de los ojos tenía unas menudas rejillas doradas que impedían ver lo que había tras  ellas.
 Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Elena porque a pesar de las rejillas podía percibir una intensa mirada.  Su prima Irene se le acercó:
-¿Qué te pasa Elena? Te noto tensa.
-No es nada, Irene.  No te preocupes.
-Me alegra verte aquí después de dos años.  ¿Cómo está tu espíritu, has mejorado algo?
Irene, además de Nandy y Robert, sabía del tremendo dolor que la ausencia de Ángel había supuesto para Elena.  Quince años atrás su marido había decidido que no tenían nada en común y se fue a vivir con una sudamericana que le llamaba “Papacito”.  Afortunadamente Elena había sido muy inteligente y pudo proteger su futuro gracias a un poder que “ Papacito” le había otorgado  con motivo de la enfermedad de los padres de él, para que ella se hiciera cargo de los ancianos.  La chica color melaza no había contado con ello y cuando se dio cuenta se encontró sólo con “Papacito” colgado del brazo y todas sus teclas de hombre maduro.  Irene les había dado un año como mucho, pero no llegaron a los ocho meses.
Cuando Ángel, su alma gemela, también desapareció de la vida de su prima, aunque por otras causas,  Irene temió por la salud de Elena.  Por eso la tranquilizó mucho volver a verla en Derby en carnavales.
-Estoy más o menos igual, Irene.  Aunque ahora procuro no pensar y ocuparme de mil cosas a la vez.
-Eso está bien, procura divertirte.  Diciendo esto, Irene se alejó con la copa de vino en la mano haciendo un gesto burlón, cual bacante en trance.
En Ángel y el último carnaval en su compañía estaba pensando Elena, justo antes de girar la cabeza y ver al extraño personaje.  Simulando que algo se le había caído al suelo, miró de reojo y allí continuaba imperturbable.
Después de dos horas de pasarela de mascaritas, Nandy y Robert decidieron que era hora de hacer honor a los pinchitos de los chiringuitos.  Mientras comían, el estruendo de la música animó a Elena.  Con un sentimiento indefinible escuchó a Gloria Gainor entonar  Sobreviviré.  Recordó que unos cuantos años atrás lo había escuchado con Ángel en vivo y en directo,  justo a quince metros de donde se encontraba en esos instantes.  Una intensa emoción se apoderó de ella haciendo que su cuerpo se doblara.  Cuando alzó la cabeza, reflejada en varios de los espejos, vio la imagen del extraño enmascarado.  Miró a su alrededor sin ver más que su reflejo. Giró y lo vio justo detrás de ella.  Se quedó sin saber qué decir.
-No te asustes- Dijo una voz  familiar para ella pero que no recordaba a quien pertenecía.
-Pues me está usted asustando ya.
Nandy y Robert no parecían darse cuenta del incidente, enfrascados en la conversación y dando cuenta de una gran variedad de tapas y vino del Monte.
-No puedes ni debes tener miedo de mí.
De alguna manera el tono y el timbre de su voz la tranquilizaron, y no entendía por qué.
-Con lo peligroso que se ha puesto el carnaval últimamente, ya me dirá usted.
-Por eso estoy aquí, aunque no es para tanto.  No hay más peligro en esta isla que en cualquier otra época del año.
-¿Lo cree usted así?
-Total.
Elena se dio cuenta de que estaba enfrascada en una conversación con un extraño de aspecto inquietante y no sintió miedo.  Verdaderamente el poco vino que había tomado y la música, que para ella era una especie de droga desde niña, estaban haciendo un efecto altamente peligroso.
-Elena, ¿qué haces ahí tan callada y tan sola?  Acércate y come algo que nos vamos a meter en el mogollón.
-Disculpe -Dijo al extraño y se acercó a sus amigos.
-¿Qué vas a tomar? -Preguntó Robert.
-Un refresco, please.
-Are you alright?-En tono confidencial.
-Sí, estoy bien Robert, gracias.  Un Appletiser, por favor.
-You look overwhelmed.
-No estoy confundida, sólo un poco despistada por el estruendo.
Cuando charlaban, tanto Robert como Elena y Nandy, mezclaban el inglés y el español inconscientemente.  Hablaban deprisa en ocasiones como aquella, pisándose las frases, y terminaban antes usando el primer vocablo que les viniera a la boca, sin importar el idioma.  Era un auténtico torrente de palabras revueltas.  Cualquiera que les estuviera escuchando ponía cara de asombro como el camarero que les atendía en ese momento.
-¡Venga! Vámonos a bailar -Apremió Nandy.
-Oh, do we have to? -Dijo Robert con desgana.
-A bailar, que para eso vinimos y nos tienes que cuidar.
Diciendo esto Nandy, salieron los tres del chiringuito y se dirigieron a la zona del escenario. Una multitud compacta y algo enloquecida brincaba al son del “himno” del  Carnaval  de Sindo Saavedra.
Elena, aunque con menos energías, recordó aquel último carnaval donde unos fuertes brazos la guiaba entre las mascaritas, impidiendo que recibiera un codazo o un pisotón.
Bailar, aparte de ser un ejercicio magnífico para todo el cuerpo, hacía que Elena se sintiera transportada.  Su cuerpo y su espíritu se fundían en una sensación de éxtasis que activaba cada célula de su cerebro, haciéndola consciente de todo su ser de una forma tan placentera que más bien parecía haberse sometido a  un ”lifting” mental.  Con los brazos en alto seguía el ritmo de la música como si fuera ella  la única  que estuviera en el terrero.
De pronto, una masa de gente en forma de tornado empezó a empujarla en dirección contraria a donde estaban sus amigos.  El estruendo no dejaba oír lo que un grupo de policías gritaba mientras corrían en dirección hacia donde ella se encontraba.  Por un momento temió que iba a ser aplastada, hasta que alguien la cogió por la cintura y la sacó en volandas del torbellino.
Agitada y sin aliento miró a quien la llevaba deprisa a través del Parque y no se sorprendió nada cuando vio a su lado al extraño de la máscara veneciana.  Sus brazos y su capa formaban una barrera alrededor de su cuerpo.  Nadie podía tocarla.
Cuando se dio cuenta estaba sentada en su silla del Derby con su grupo de familiares y amigos.  Quiso agradecerle el gesto al extraño, que había vuelto a sentarse en la misma mesa detrás del grupo.  Elena se acercó a él y le dijo:
-Muchas gracias por sacarme del atolladero.
-Ha sido un placer.
Elena no sabía qué más decir, estaba aún algo sobrecogida.
-Ha tenido suerte al volver a encontrar libre su mesa.
-No ha sido suerte.  Simple previsión.
Elena volvió a sentir la intensidad de su mirada que le producía sentimientos contradictorios.
-Bien, gracias otra vez.  Siga disfrutando del carnaval.
-Igualmente.
Volvió a su mesa.
-¿A dónde has ido? -Preguntó Irene-  Si no acababas de sentarte.
-A darle las gracias a alguien en la mesa de atrás.
-¿A quién conoces en esa mesa llena de extranjeros recién llegados de Maspalomas, colorados como langostinos?
-¿De qué extranjeros estás hablando, Irene? Dijo Elena mientras giraba la cabeza.
Efectivamente la mesa estaba llena de extranjeros a la parrilla y exudando Coppertone cuyo olor se mezclaba con el de los pinchitos.   Ni rastro del extraño.
-¡Robert, ahí está!
La voz chillona de Nandy se oyó a corta distancia.
Robert se acercó a ella con cara de enfado.
-Where have you been?  You had us worried.
-Me perdí en el mogollón, pero no necesitas preocuparte.  Mira como me has encontrado.
-No seas frívola Elenadijo Robert Estábamos muy preocupados. Dicen que hubo un par de peleas en el mogollón y la policía ha puesto el Parque patas arriba.
-Seguro que son los mismos “colgaos” de todos los años.Comentó su hermano que había permanecido en silencio todo el rato.
--Pues no tiene ninguna gracia-Dijo Nandy- Y tú deja de perderte más, que nos arruinas la noche.
Robert se había sentado sudoroso y algo pálido.
-Can I have a beer, please?- Dijo cual niño pequeño.
-Yo una cerveza también -Pidió Nandy.
-Camarero: dos cervezas normales y una sin alcohol, por favor. Pidió Elena aprovechando que el mozo, por un milagro del Cielo, pasaba por su lado.
-La que quiera “perderse” en el carnaval que lo advierta para no tener que preocuparnos los demás. ¿Vale?- Dijo su cuñada con retintín y una sonrisa traviesa.
-Ya estamos, dijo Irene-Aquí no se “pierde” nadie.
Todos rieron.
-¿Quién va a ir a la cabalgata?-volvió a hablar Nandy.
-Al coso, niña, al “coso”.-Dijo su hermano con socarronería.
-Aquí siempre hemos dicho cabalgata, y cabalgata se queda.
Elena disfrutaba con la cabalgata.  Para ella era el hipertexto por excelencia, donde podía “leer” los sueños, ambiciones, esperanzas y desatinos de la sociedad en que vivía.  Su espontaneidad y colorido; la desbordante juventud de que todos hacían gala independientemente de los años; la chiquillería tras las carrozas mantenidas sus fuerzas por la excitante música, y puede que algún que otro porrillo.  Allí era donde se mostraba la esencia del Carnaval.  Allí era donde todos sacaban de muy adentro la genuina alegría de vivir.  Por eso las incidencias eran despreciables en este acontecimiento. 
Mas risas, más mascaritas, más música y el camarero que no llegaba.
Por fin apareció.  Portaba las bebidas y un vaso con dos rosas rojas que impresionaban.
-¿Y esto?
-Para usted.  Las manda un señor que dice que la conoce.  Además están ustedes invitados.
-¡Bueeeno...!-Exclamó Irene-¿Se puede saber qué has estado haciendo en tan poco tiempo?  Si sólo está empezando el carnaval.
Elena miró perpleja las dos rosas sin poder creer lo que estaba viendo.  Mientras los demás le gastaban bromas un nudo subió hacia su garganta que la hizo gemir dolorosamente.
-Dos..., dos..., dos... No puede ser.
Robert se acercó a ella y le dijo dándole unas palmadas en la espalda.
-Take it easy, dear.  Don´t you worry.
-Eso es; tranquilízate Elena-dijo Nandy mirando a Robert con complicidad- No te preocupes.
Recordó las veces que le había contado a Robert lo de las dos rosas rojas.
-No puede ser..., no puede ser. ¿No me estarás gastando una broma de mal gusto, Robert?
Tan pronto terminó la frase se arrepintió.  Robert era incapaz de causar daño a nadie.  Y menos con una broma.
-Lo siento Robert, me dejé llevar por la emoción de esta noche tan extraña.  Sé que no harías una cosa así.
-It´s OK.
El grupo estaba ahora silencioso.  Se miraban unos a otros como preguntándose qué pasaba.
-No pasa nada-Dijo Elena-Ha sido sólo un momento de emoción carnavalera.
Los demás respiraron con alivio y la noche mejoraba por minutos.  La luna había eclipsado todas las luces del Parque y la música era cada vez más cálida.
Siguiendo un impulso incontrolable, Elena se levantó de la silla, recogió su bolso y su pañoleta, y se despidió de todos.
-Estoy cansada.  Siento dejarles; me voy.  Espero que sigan disfrutando
-¿Tan pronto?-Preguntó su cuñada que continuaba con una marcha digna de una quinceañera.
-Sí, pero no necesita irse nadie.
-Te acompaño al coche -Dijo Robert.
-No.
La voz sonó en el entorno, pero no fue ella quien la pronunció.
-No es necesario, Robert, mi coche está en el aparcamiento aquí cerca.
-Pero no vas a ir sola hasta allí.
-De acuerdo, si eso los tranquiliza, acompáñenme hasta la entrada.
Elena no tenía miedo en cruzar un par de calles llenas de gente por muy de noche que fuera.  Lo había hecho toda la vida y sólo había tenido un percance a pleno sol, un día muy lejano ya.


Cuando se hubo despedido de Robert y Nandy a la entrada del aparcamiento, Elena se sintió invadida de un intenso sentimiento de soledad.  Se preguntó por qué había dejado la agradable reunión donde todos parecían estar pasándolo muy bien.  Todos menos ella, tal vez.  Aquel extraño la había sumido en un desconcierto inexplicable.  ¿Por qué había dejado que le afectara tanto?
Estaba sumida en estos pensamientos cuando el ascensor se paró en la planta  donde estaba aparcado su, ya no muy nuevo, coche. No había sido capaz de desprenderse de él aún.  La hacía sentirse segura.
Elena caminó entre la apretadas filas de coches y de pronto se quedó petrificada.  Al lado del suyo estaba la inquietante figura del Parque.  Pensó en correr hacia el ascensor, pero su instinto le dijo que sus zancadas no iban a ser tan largas como la del enmascarado.  Así que, armándose de ese valor irreflexivo que a veces nos asalta en situaciones límite espetó:
-Ya está bien ¿no?  Esto pasa de la raya, a pesar de sus amabilidades.  Lo menos que podría hacer es quitarse la máscara.  Yo no llevo máscara y estoy en desventaja.
-No puedo quitármela.
-¿Por qué?
-Porque no lo soportarías.
-¿No será usted el Fantasma de la Ópera? -Dijo Elena con sarcasmo mientras temblaba intentando disimular el miedo.
-Ocurrente como siempre. No, no lo soy; pero quiero que sepas que no soy ninguna amenaza para ti
.-¿Y quién lo dice?
La figura se acercó a ella y aproximando la máscara a su rostro dijo con un profundo suspiro:
-Yo.
Elena no pudo contestar porque empezaba a caer en la cuenta de que lo que estaba pasando no era normal.
-No es posible.
-Sí lo es.  Te lo dije hace muchos años.
Elena hizo un repaso de lo que había tomado en el Parque.  Ninguna de las cosas que tomó podían haberla afectado de aquella forma. 
-¿Qué quiere usted?
-Quiero que me acompañes a un lugar que me es muy querido.  Esta noche hay luna llena y se verá muy hermoso.  Sé que tú también adoras ese sitio.
-No pensará que voy a llevarle en mi coche a ningún sitio.  Loca estaría.
El enmascarado se acercó y la tomó de la mano.  El efecto de ese contacto fue devastador. La invadió, en primer lugar una sensación de seguridad inconfundible.  Luego una calidez familiar.  La sensación de tristeza y soledad, que la habían acompañado en los últimos tiempos, desapareció.  Advirtió que todos los sentimientos negativos archivados en su cerebro a lo largo de toda la vida, se habían borrado como si alguien hubiese pulsado la tecla adecuada.
-¿Qué me está pasando?
-Algo que te has ganado.  Por favor, abre el coche.
Como una autómata Elena obedeció sin miedo, lo que en el fondo la preocupaba.
“¿La habrían drogado?”, se preguntó mientras el enmascarado se sentaba a su lado.
-Cuando estemos en la calle te diré por dónde ir.
Siguiendo sus instrucciones se encontró en lo alto de la Bahía del Confital.  No podía creerlo.  Tenía esa bahía y esa luz de luna que se derretía, grabada en la mente y en el corazón desde hacía catorce años, y nada ni nadie podía borrarlas.  No hay mejor espectáculo en Las Palmas.
Permanecieron un largo rato contemplando el ir y venir de las olas que parecían traer un recuerdo cada una, a cual más dichoso.  Hasta el volcán bajo sus pies parecía ronronear como un felino listo a explotar de pura felicidad ante tanta belleza.
-Gracias por traerme.-Dijo el extraño.
Elena permaneció en silencio no queriendo repetir la misma frase, que era lo que verdaderamente sentía.
-Ahora, si no te importa, te agradeceré que me acerques a mi morada de camino hacia tu casa.
Elena no quiso hacer preguntas porque le preocupaban las respuestas.


Condujo despacio y relajadamente, a pesar de la extraña situación.
-Por favor, sube hacia Las Torres.
Al llegar a la entrada de la urbanización industrial le dijo que girara a la izquierda y entrara en ella.
-Ahora toma la calle larga a la derecha y continúa hasta arriba.
Al llegar al final de la calle todo estaba oscuro.  Sólo se veía el trozo de terreno iluminado por los faros del coche.  En ese momento la luna estaba tras una nube y no permitía ver ni los perfiles del entorno. 
Su acompañante se dirigió a ella con una voz casi imperceptible pero cálida.
- Gracias, Elena, por haber confiado en mí.
-Gracias a ti por las rosas.
-Sólo he intentado pagar algunas de las muchas que me has traído.
Diciendo esto la envolvió entre sus brazos apretándola contra su pecho fuerte y cálido. Elena sintió como si un trozo del Paraíso le hubiera pertenecido por unos instantes. 
Debió haberse desvanecido por unos segundos porque, al volver en sí, vio al enmascarado dirigirse a una especie de muro blanco en el que había una verja cerrada.
Ahora la luna, rasgando el manto de nubes, inundó de plata todo el paisaje.
Elena pudo ver con toda claridad cómo la figura que la había acompañado en la primera noche del Carnaval, entraba en el recinto sin necesidad de abrir la férrea puerta.
  Vio también cómo los cipreses se inclinaban levemente, a modo de saludo.

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